viernes, 8 de noviembre de 2013

La oscuridad no existe

Mi abuela era de esas mujeres. Toda su vida la pasó tiñendo ropa y cambiando botones. En continuo luto, como si tuviera una condena eterna. No permitía que sus camisas tuvieran otro color que no fuera el de la oscuridad.

Colgaba su lúgubre atuendo en la percha de la puerta  de mi habitación,  cada  noche, cuando yo ya dormía. Lo recuperaba cuando aún yo me deleitaba con Morfeo y sus ayudantes.
Un pánico insoportable se apoderaba de mí a media noche. Aquel monstruo acechaba  mi puerta.  Mi cuerpo se paralizaba. Mi vejiga parecía explotar.  Cubría  mi cara,  apretaba los puños y me desvanecía  de nuevo  en un profundo sueño, en ocasiones húmedo.
A la mañana siguiente, cuando la luz ya  había hecho huir a cualquier rastro de negrura,  el monstruo había desaparecido. Yo corría al baño y lanzaba un sonoro suspiro de alivio.
Los monstruos de mentirijilla, cuando te haces grande, dejan de asustarte.  Aparecen otros, la soledad, la inseguridad, el abandono, la pena, la enfermedad, la muerte. En la noche,  pareciera  que todos juntos se conjuraran  para acecharte. Igual que  los instrumentos de una orquesta,  cada uno  con su son.  Entonces aprieto los puños, cubro mi cabeza.  Mañana se habrán ido. Y quizá, mañana,  me dé  la oportunidad de  diluir alguno de ellos  y  que no aparezca   nunca más.

La oscuridad no existe, lo que llamamos oscuridad es la luz que no vemos. Henri Barbusse.


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