Mi abuela era de esas mujeres. Toda su vida la pasó tiñendo ropa y cambiando botones. En
continuo luto, como si tuviera una condena eterna. No permitía que sus camisas
tuvieran otro color que no fuera el de
la oscuridad.
Un pánico insoportable se apoderaba
de mí a media noche. Aquel monstruo acechaba mi puerta.
Mi cuerpo se paralizaba. Mi vejiga parecía explotar. Cubría mi
cara, apretaba los puños y me desvanecía
de nuevo en un profundo sueño, en ocasiones húmedo.
A la mañana siguiente, cuando la luz
ya había hecho huir a cualquier rastro
de negrura, el monstruo había
desaparecido. Yo corría al baño y lanzaba un sonoro suspiro de alivio.
Los monstruos de mentirijilla, cuando
te haces grande, dejan de asustarte. Aparecen
otros, la soledad, la inseguridad, el abandono, la pena, la enfermedad, la
muerte. En la noche, pareciera que todos juntos se conjuraran para acecharte. Igual que los instrumentos de una orquesta, cada uno
con su son. Entonces aprieto los
puños, cubro mi cabeza. Mañana se habrán
ido. Y quizá, mañana, me dé la oportunidad de diluir alguno de ellos y que no
aparezca nunca más.
La oscuridad no existe, lo que
llamamos oscuridad es la luz que no vemos. Henri Barbusse.
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